
Parece ser que el recurso más válido adoptado por los referentes del gobierno para cubrir sus desaciertos es apelar a mecanismos evasivos o simples delirios de persecución.
Mientras el país se debate en reacciones populares (de sectores que creíamos serían aliados de este gobierno: marchas campesinas, rebeldías de grupos autodenominados “ Sin techos” o riña por cargos en pleno internismo del PLRA) el primer anillo del presidente paraguayo, Fernando Lugo, sigue arrojando acusaciones sin datos consistentes, sobre la presencia tácita de un plan conspirativo.
Esta vez las pretensiones ya no son atribuidas al ex partido de gobierno, la ANR, sino a sectores de escasa representación parlamentaria como el partido Patria Querida o al siempre bien ponderado UNACE, liderado por el ex general golpista, Lino César Oviedo.
Con este último habría que tener cuidado, pero la puja por el poder no le permitiría tomar demasiada ventaja.
No dudo que haya intenciones de querer derrocarlo a Lugo, más aún cuando luego de 63 años de autocracia colorada, se abre el abanico de oportunidades nada menos que a los sectores políticos de minúscula filiación de adeptos.
Hoy, palabras como las del ministro de Emergencia Nacional, Camilo Soares, quien acusa una alianza fáctica para tumbar a Lugo, denotan no sólo la falta de una visión seria de cómo conducir un país en tiempos de crisis, donde quien tiene el bastón de mando debe tomar la iniciativa de acercamiento y consenso, sino que pone en evidencia una alarmante paranoia en la principal estructura de poder.
Las autoridades deberían recordar la moraleja de la fábula del pastorcito mentiroso y antes de levantar polvaredas, ocuparse de robustecer sus “alianzas”, no vaya a ser que sus pocos amigos empiecen a darle la espalda, al darse cuenta de que el negocio de la sublevación sigue vigente como una opción de poder en el Paraguay.